La luz se fue, se extinguían los mínimos destellos en la ciudad como luciérnagas putrefactas en un amanecer imaginario.
El miedo toca las puertas travieso, las gente se esconde, se esconde de la oscuridad como si esta fuese omnívora, letal y cruel. Los coches pasan veloces, asustados, ansiosos de llegar a sus cavernas de concreto.
Ocho de la noche y la ciudad ya no duerme, mas bien muere. Las luces se extinguen porque tienen sed, no llueve, no llora, solo se seca.
Ocho y un minuto, solo en medio del negro manto se distingue un bulto. Encorvado, de grotesco andar, de abominable silueta y terrible presagio. Sale hacia el mar negro y sucio del pavimento con miedo, como un sarnoso cervatillo que busca al lobo que antes le persiguió.
Tímida, intimidante e intimidable, aparece Ella, tan poco agraciada como su sombra, con esa nariz insultada por Quevedo, esa piel de anfibio tierno, rasgos toscos casi cavernarios, cabellos menos delicados que los de Medusa y ojos poco llamativos, poco iluminados, tan bellos como una salamandra escabulléndose por un viejo tronco.
Camina por los caminos desiertos, tapada por la amiga oscuridad. Se da cuenta que no hay ojos que miran horrorizados, bocas que murmuran mordaces, saltos de susto imprudente. Nadie que ataque a su físico abstracto, nadie que escupa en una femineidad retorcida.
"Salgan, no me dejen sola..." exhala su boca seca, pequeña, casi imperceptible como la de una carpa.
Su suspiro se expande por toda la ciudad, que antes, rodeada de aquellos que temen a la noche, se atiborra de jorobados de dientes dantescos, cojas de pechos caídos y sonrisas invertidas, enanos de quemaduras grandes y otros de aquellos confinados a la censura que los simplones, sin un rasgo característico les han confinado por ser una gran mayoría.
Los pocos grillos citadinos, el cric cric de piedritas en el asfalto, el viento helado y criticón. Forman una sinfonía al rededor de estos faunos deformes y parcas amorfas, que por vez primera, sienten que conocen su cruel hogar.
Ella mira a los tuertos, los mancos, los quemados y los deformes disfrutar de ser ellos mismos. Y Ella, la curiosa que desafió al estereotipo y a la ley del estúpido respeto, mira con sus ojos-salamandra a esos seres, antes carcomidos por la vergüenza y el complejo; ahora orgullosos de su reflejo y del manto nocturno que usan como mejor gala.
Ella, la de cabellos medusinos, cuerpo peculiar, mira al fondo de la calle, pasando a través de sus alegres colegas, y lo ve a Él. La Luna, piadosa como madre de toas las calamidades y dones nocturnos, le envía un rayo exclusivamente a Él. Sus dientes enormes parecen perlas de distintos tonos, como un collar infantil; su frente, simiesca, torpe, agresiva, le da un aire de fortaleza y seguridad. Su andar torcido por aquella pierna arqueada le otorga una dulzura indescriptible; sus cabellos grasos, erizados como los de una hiena son como trigo seco deteriorado. Sus ojos, esos ojos, como enormes platos llenos de un puré a puto de expirar, la miraban tan fijamente como sus fogosas salamandras a él.
Entre figuras obtusas, caras parecidas a máscaras y formas distorsionadas se acercaban el uno al otro. Para Él, las serpientes de sus greñas eran hipnóticas y su boca de pez carpa, era diminuta y graciosa, para ella, Él era aquel y con eso era suficiente para hacerle temblar sus chuecas rodillas.
Se acercaron, bailaron al ritmo de las risas escandalosas y el crujir del piso, se veían con temor. Con ese temor que recién ahora comprendían. Un temor absurdo, estúpido, innecesario que solo los imbéciles que cerraban los ojos de su mente a lo desconocido tenían.
No fueron necesarias las expresiones. El hecho de saberse iguales y diferentes a la vez les bastaba a la prima de las brujas y al sobrino de Cuasimodo. se fundieron en un abrazo donde se extinguió la luminosidad de las perlas amarillentas y verdes, un abrazo donde las serpientes cayeron dormidas de dicha. Un abrazo donde ser salamandra o hiena no era importante.
Salía el Sol. El amigo de la gente fabricada en masa, de esa gente tarada que solo consideraba bellas a las mujeres de papel y a los hombres de pantalla líquida. El miedo volvía a su hogar después de atormentar a los comunes y alegrar a los extraños. No valía la pena quedarse allí.
Con pasos breves y escabrosos, con voces de veelas lloronas y miradas llorosas de espanto, cada cojo, manco, obeso, jorobado o deforme se ocultaba en su madriguera, su coraza, su caparazón, como si fuesen conejos calvos huyendo de una zorra de fuego.
Él y Ella, viendo que la luz regresaba como un padre castigador, se unieron más por un segundo. Se soltaron y huyeron a su posición según el plan de la urbe.
Ella miró por la ventana como pasaban aquellos que la repudiaban a ella y a sus camaradas, a esos que ven con horror a esos que en vez de parecer valles o playas, parecen pantanos y ciénagas.
Suspiró. Miró hacia la pared vacía y recordó las palabras de su hiénido compañero de tacto. Mientras dejaba que una de sus salamandras botara una gota de orina, repetía con ternura las palabras de Él: "Qué hermosa eres..."
El miedo toca las puertas travieso, las gente se esconde, se esconde de la oscuridad como si esta fuese omnívora, letal y cruel. Los coches pasan veloces, asustados, ansiosos de llegar a sus cavernas de concreto.
Ocho de la noche y la ciudad ya no duerme, mas bien muere. Las luces se extinguen porque tienen sed, no llueve, no llora, solo se seca.
Ocho y un minuto, solo en medio del negro manto se distingue un bulto. Encorvado, de grotesco andar, de abominable silueta y terrible presagio. Sale hacia el mar negro y sucio del pavimento con miedo, como un sarnoso cervatillo que busca al lobo que antes le persiguió.
Tímida, intimidante e intimidable, aparece Ella, tan poco agraciada como su sombra, con esa nariz insultada por Quevedo, esa piel de anfibio tierno, rasgos toscos casi cavernarios, cabellos menos delicados que los de Medusa y ojos poco llamativos, poco iluminados, tan bellos como una salamandra escabulléndose por un viejo tronco.
Camina por los caminos desiertos, tapada por la amiga oscuridad. Se da cuenta que no hay ojos que miran horrorizados, bocas que murmuran mordaces, saltos de susto imprudente. Nadie que ataque a su físico abstracto, nadie que escupa en una femineidad retorcida.
"Salgan, no me dejen sola..." exhala su boca seca, pequeña, casi imperceptible como la de una carpa.
Su suspiro se expande por toda la ciudad, que antes, rodeada de aquellos que temen a la noche, se atiborra de jorobados de dientes dantescos, cojas de pechos caídos y sonrisas invertidas, enanos de quemaduras grandes y otros de aquellos confinados a la censura que los simplones, sin un rasgo característico les han confinado por ser una gran mayoría.
Los pocos grillos citadinos, el cric cric de piedritas en el asfalto, el viento helado y criticón. Forman una sinfonía al rededor de estos faunos deformes y parcas amorfas, que por vez primera, sienten que conocen su cruel hogar.
Ella mira a los tuertos, los mancos, los quemados y los deformes disfrutar de ser ellos mismos. Y Ella, la curiosa que desafió al estereotipo y a la ley del estúpido respeto, mira con sus ojos-salamandra a esos seres, antes carcomidos por la vergüenza y el complejo; ahora orgullosos de su reflejo y del manto nocturno que usan como mejor gala.
Ella, la de cabellos medusinos, cuerpo peculiar, mira al fondo de la calle, pasando a través de sus alegres colegas, y lo ve a Él. La Luna, piadosa como madre de toas las calamidades y dones nocturnos, le envía un rayo exclusivamente a Él. Sus dientes enormes parecen perlas de distintos tonos, como un collar infantil; su frente, simiesca, torpe, agresiva, le da un aire de fortaleza y seguridad. Su andar torcido por aquella pierna arqueada le otorga una dulzura indescriptible; sus cabellos grasos, erizados como los de una hiena son como trigo seco deteriorado. Sus ojos, esos ojos, como enormes platos llenos de un puré a puto de expirar, la miraban tan fijamente como sus fogosas salamandras a él.
Entre figuras obtusas, caras parecidas a máscaras y formas distorsionadas se acercaban el uno al otro. Para Él, las serpientes de sus greñas eran hipnóticas y su boca de pez carpa, era diminuta y graciosa, para ella, Él era aquel y con eso era suficiente para hacerle temblar sus chuecas rodillas.
Se acercaron, bailaron al ritmo de las risas escandalosas y el crujir del piso, se veían con temor. Con ese temor que recién ahora comprendían. Un temor absurdo, estúpido, innecesario que solo los imbéciles que cerraban los ojos de su mente a lo desconocido tenían.
No fueron necesarias las expresiones. El hecho de saberse iguales y diferentes a la vez les bastaba a la prima de las brujas y al sobrino de Cuasimodo. se fundieron en un abrazo donde se extinguió la luminosidad de las perlas amarillentas y verdes, un abrazo donde las serpientes cayeron dormidas de dicha. Un abrazo donde ser salamandra o hiena no era importante.
Salía el Sol. El amigo de la gente fabricada en masa, de esa gente tarada que solo consideraba bellas a las mujeres de papel y a los hombres de pantalla líquida. El miedo volvía a su hogar después de atormentar a los comunes y alegrar a los extraños. No valía la pena quedarse allí.
Con pasos breves y escabrosos, con voces de veelas lloronas y miradas llorosas de espanto, cada cojo, manco, obeso, jorobado o deforme se ocultaba en su madriguera, su coraza, su caparazón, como si fuesen conejos calvos huyendo de una zorra de fuego.
Él y Ella, viendo que la luz regresaba como un padre castigador, se unieron más por un segundo. Se soltaron y huyeron a su posición según el plan de la urbe.
Ella miró por la ventana como pasaban aquellos que la repudiaban a ella y a sus camaradas, a esos que ven con horror a esos que en vez de parecer valles o playas, parecen pantanos y ciénagas.
Suspiró. Miró hacia la pared vacía y recordó las palabras de su hiénido compañero de tacto. Mientras dejaba que una de sus salamandras botara una gota de orina, repetía con ternura las palabras de Él: "Qué hermosa eres..."
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